lunes, 16 de noviembre de 2009

La venida del Señor.





Aquí volvemos a hallar las imágenes, grandiosas y terribles a la vez, con que los antiguos profetas pintaron cuadros semejantes a éste. El Salvador nos hace asistir a trastornos espantosos, que, como dijo San Pedro, siguiendo a su Maestro, transformarán y renovarán nuestro mundo físico. La descripción de la majestuosa llegada del Hijo del hombre, rodeado de ángeles que formarán su corte, con ser brevísima, es admirable.


Desde los primeros siglos han indagado los intérpretes qué se ha de entender por "la señal del Hijo del hombre", cuya aparición precederá a la del mismo Mesías. Según varios Padres, será la cruz del Redentor, símbolo de nuestra salvación; y aunque esta opinión no conste ser enteramente cierta, ningún reparo serio puede oponérsele. Jesús describe también con estilo vigoroso el pesar que a la vista de esta serial del Hijo del hombre sentirán las gentes congregadas para el juicio universal: se golpearán el pecho, deplorando, unos su incredulidad, otros el indigno trato que dieron al Salvador. Ya Daniel, en un texto célebre, había representado al Mesías en figura del Hijo del hombre que asciende sobre las nubes hasta el trono de Dios y recibe de Él "dominación, gloría y reinado" sobre todas las naciones. Nuestro Señor alude a las claras a este pasaje, con lo que evidentemente afirma que El mismo era el Cristo anunciado por los profetas.


El cuadro que sigue es de gran belleza. El Salvador, usando de todo su poder, enviará a sus ángeles por toda la tierra, para que reúnan delante de Él a todos los hombres que han de ser juzgados. San Pablo completará esta descripción e insistirá sobre la realidad de la trompeta, a cuyo penetrante sonido los muertos saldrán de sus sepulcros y acudirán al tribunal del Soberano Juez.


Jesús, descendiendo de estas alturas sublimes, puso de relieve, con una breve parábola llena de frescura, la infalibilidad de sus predicciones.


"Aprended de la higuera una comparación: cuando sus ramas están ya tiernas y las hojas han brotado, sabéis que el estío está cerca; pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca, a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que sucedan todas estas cosas. Pasarán el cielo y la tierra; mas mis palabras no pasarán"


Por tercera vez recurre Nuestro Señor a la comparación de la higuera para dar una lección a sus discípulos, pues como quiera que este árbol era muy común en Palestina, cualquier figura que se tomase de su cultivo o de su vida era fácilmente entendida. Comenzaba a la sazón la primavera, y la savia subía por las ramas y las hacía tiernas y flexibles; las yemas se hinchaban, se abrían, y las hojas empezaban a aparecer. Cuando éstas se han desarrollado por entero, está próximo el verano. Así también cuando se vea que se cumplen las diversas señales que el Salvador ha anunciado en la primera parte de su discurso, se sabrá que los acontecimientos de que estos signos son precursores se cumplirán sin tardanza. Jesús lo afirma con seguridad asombrosa. De ordinario, nada hay tan frágil ni fugaz como una palabra; las de Cristo sobrepujan en solidez a los elementos más estables y robustos.


En la segunda parte del discurso escatológico Nuestro Señor saca de sus anteriores enseñanzas exhortaciones prácticas, que habían de ser para sus apóstoles y para su Iglesia de grandísima utilidad. Son la respuesta a la pregunta que le habían hecho al principio: "Dinos cuándo sucederán estas cosas", mas no para determinar fechas precisas y ciertas, sino al contrario, para insistir sobre la incertidumbre del instante de su cumplimiento. De ahí esa continua vigilancia que ahincadamente recomienda. Las dichas exhortaciones se resumen en las palabras tantas veces repetidas: "¡Velad y estad preparados!"


La solemne aserción con que principian, según el texto de San Marcos, es para extrañar a primera vista:
"Mas en cuanto a aquel día y aquella hora, nadie los conoce: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre"


La ciencia de los ángeles, aunque muy superior a la de los hombres, es limitada, particularmente en lo que toca a los misterios de la redención. En cuanto al Hijo del hombre, según lo que ya dijimos, cosa evidente es que no puede admitirse ignorancia sobre un hecho en que Él ha de desempeñar el oficio principal, porque esto sería inconciliable con su divinidad. De estas palabras hacían argumento los arrianos y agnoetas para negar la divinidad de Nuestro Señor; pero ya los Padres y después los teólogos, con distinciones tan claras como sólidas, expusieron la verdadera significación de estas palabras. Solo en apariencia son restrictivas. Así lo conceden muchos de los mismos neocríticos, de acuerdo con nosotros esta vez. Prueba de que Jesús sabía el día y la hora del fin del mundo sería, si otras nos faltasen, la descripción misma, tan precisa y concreta, que acaba de hacer. No solo como Dios, sino aun como hombre, conocía hasta los mínimos pormenores del plan divino.


Con todo, aun a sus más íntimos amigos no les comunicaba de este plan sino lo que su Padre le había dado la misión de revelar; ahora bien, esta misión no se extendía a revelar el punto indicado. Poco antes de su ascensión, a una pregunta muy semejante de los apóstoles, dará esta significativa respuesta: "No toca a vosotros conocer los tiempos ni las razones que el Padre ha determinado de su poder". Las últimas palabras declaran bien, de parte del Padre y con respecto al Hijo, la restricción de que hemos hablado.


San Mateo es el único que trae en este lugar ciertas correlaciones señaladas por Nuestro Señor entre el diluvio y su segundo advenimiento, para dar a entender lo inesperado y lo repentino del último juicio y la necesidad de estar apercibidos.

(L. Cl. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, tomo II, Ed. Poblet, Buenos Aires, 1950, pg. 476-478)

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